Me estaba acabando el café a mitad de mañana, mirando a través del cristal de la cafetería cómo caía la lluvia, un aguacero nada esperable en mitad de julio. De pronto, delante de mí, salido de la nada y acompañado de un “plop” sordo vi impactar algo, algo pesado. Tardé segundos en reconocer que era lo más parecido a un cuerpo, con una bata blanca teñida de sangre. El cráneo destrozado, las piernas y brazos haciendo formas imposibles. Mis entrañas tardaron escasos segundos en removerse, incluso antes de ser consciente de que era una mujer. Oí gritos cercanos a mi alrededor, todos lo habíamos visto ya, también se oían gritos fuera de la cafetería. Me giré para buscar la puerta e ir a ayudar, tenía ese nudo en el estómago, con la premonición de que algo más grande iba a ocurrir. Entonces me crucé con una doctora conocida que se sitúo en un espacio abierto entre mesas y, delante de todos, con la frialdad de un cirujano frente a un corazón abierto – más le vale al paciente que sea así – sacó un bisturí y se rajó la carótida al bies, salpicando intermitentemente el suelo y las mesas con sus latidos rojos. La desesperación se acabó de apoderar de la gente, que corría y se agolpaba en las salidas del hospital. Los sanitarios se acercaban a la chica precipitada en la calle y a la chica exangüe de la cafetería con estupefacción e impotencia. Los móviles en la sala empezaron a sonar en los bolsillos de las batas. Al otro lado del hospital, escribía Claudia, se había presenciado otra precipitación, y leí en otro mensaje de mi amigo Luis, anestesista, que una cirujana pediátrica había sido encontrada en el ante quirófano, pálida como el propofol, sustancia que le entraba por una vía venosa improvisada y que ahora, ella inerte, le “servía” de sangre. «Le servía»… hay que joderse. Cuando llegaba a la puerta de entrada, vi cómo una neuróloga cruzaba la calle, al mismo tiempo que llegaba la ambulancia del SAMU arrollándola y lanzándola hacia la otra parte de la calle, yendo a caer el cadáver junto a un banco cubierto donde fumaban unas auxiliares y un paciente en pijama que escondía un cigarro. Salpicados de sangre y desconcertados corrieron en dirección contraria a mí, buscando refugio en el hospital. ¿Había sido un accidente o se había lanzado? El caos reinaba fuera pero tenía que salir a la calle a coger aire. Accioné la barra de una salida de emergencia y una alarma se sumó a los gritos, ensordecedora. Conté más de dos cuerpos en la acera que recorría la fachada del hospital. De fondo, se apreciaban las vías del tren de cercanías, vacías y tranquilas. En los días que salía de guardia me inspiraban al «Mistery Train» de Jarmusch. ¿Estarían filmando una película? Me enfadé con esa tendencia mía a confundir realidad y ficción. No había cámaras, todo era demasiado real. 10 mujeres muertas. Vomité y a continuación noté cómo una avalancha de estrellas púrpura nublaban mi visión. Caí al suelo en bloque. Lo sé porque alguien me lo dijo unas horas más tarde.