Estaba destrozándole, destrozándonos. Nacho recogía sus cosas para irse a jugar al tenis, como hacía todos los lunes. No sé por qué tuve que sacar en la conversación a Pedro, un compañero de trabajo. No me hacía nada bien seguir rumiando. Me encontraba en el dintel emocional que da paso al abismo. Y Pedro, probablemente sin querer, me cruzaba en brazos el umbral hacia la más negra oscuridad. Su audio, ni escuchado a doble velocidad ni con la voz atiplada perdía el carácter de drama que yo le atribuía: “No, si yo les he dicho que no quiero ver a esos pacientes, que son tuyos. Pero claro, mi consulta está tan vacía, que cuando le he visto entrar, he pensado que, bueno, que igual te venía bien un poco de ayuda… No sé, habla con ellos, explícales… bueno el caso es que tú les has explicado las cosas de forma bastante clara, pero creo que no quieren entenderlo. Ani, para lo que necesites, sabes que estoy aquí.” Tres años ya, tres años desde que empezó todo. “Ahora vienen cambiando pacientes desde mi consulta a la de Pedro. Con los pocos que estoy viendo ya, están rematando a un cadáver”. Le hablé al aire, pero contestó Nacho. “Anna, cariño, intenta ver las barreras como puentes. Dile a Pedro que no se sienta mal, que no hay problema en que vea algún paciente tuyo, que realmente no son tuyos, ni de nadie, son de ellos mismos. La única forma que veo de solucionar este problema es que construyas, no que te enfrentes a ese grupo de manipuladores hijos de puta; haz lo que siempre haces, trabaja con esa sonrisa y esas ganas, que, al menos antes tenías.” “¿Puentes?, Nacho, ¿puentes?” empecé a gemir: “pero ¿qué puentes voy a tender?, ¿quieres que se lo ponga más fácil? Destruirme, desaparecer… Lo que más me duele es que después de lo que hemos sufrido, tú me digas eso. Que no vayas a pegarles dos hostias, a defenderme. Y ya no eso, porque sé que eres una persona civilizada, y por eso te quiero, pero… que no te cabrees, que no te unas a mí en la lucha. Parece que te dé todo igual. Ahí sentado, cambiando de tema cuando te pregunto cómo debo seguir. Si esto le pasara a la mujer de Jose, ya te digo yo que Jose no estaría ahí sentado con esa cara de “esto no va conmigo”. Él lucharía… y no me interpretes mal, te adoro hasta los tuétanos, pero no me siento apoyada. Y esto es muy duro Nacho, muy duro. Ver cómo te despojan de tu trabajo, de tus sueños y de todo el esfuerzo de una vida y, muerta por dentro, aparentar delante de los niños, demostrando constantemente lo que vales, manteniendo la calma en exceso para que no te tilden de conflictiva, …” “Anna, este trabajo, tal cual está la cosa, es una puta mierda. Puedes estar mejor en cualquier otro sitio, y sabes que sólo chasquear los dedos tienes trabajo, laboratorio y pacientes. Pero nadie, nadie te va a devolver, nos va a devolver estos tres años. Tu plaza no vale este sufrimiento. Ya te dije que lo mejor era que te fueras, el primer día, al primer desplante, al mínimo indicio de acoso. Cuando apuntó su dedo hacia ti la primera vez”. “Claro, para ti lo fácil es que me hubiera ido. Tú que tienes tu plaza, tu trabajo, tu equipo. Que no has tenido trabas en el proceso (que me alegro), pero Nacho, no puedes verlo de la misma manera. Yo sé que para ti el trabajo es también muy importante, pero a diferencia de a mí, nadie te ha puesto la zancadilla día tras día. Por eso te pido empatía, o simpatía o qué cojones… ¿quién eres, un mero espectador?” Me miró a la cara cuando yo ya había puesto la quinta marcha y el volumen sobrepasaba el tono del respeto. Se me había vuelto a ir de las manos, y estaba echándole en cara todos los trapos sucios, «Estoy haciendo daño a la persona que más quiero y que más me quiere» pensé. Desbordada y sujeta por un hilo muy fino, a punto de caer hacia al lado de la oscuridad. Por culpa de ellos, de Ello, de todo. Cuando dejé de hablar, le miré y observé que sufría, que había dejado la bolsa de deporte en el suelo, que ya no llegaba al tenis, que le dolía no poder ayudarme, aunque quisiera. Porque no podía ayudarme como yo quería que me ayudase. Quise decirle que, en realidad, me estaba apoyando más que nadie. Atemperaba mi ánimo, minimizaba lo que yo, desde hacía unos meses, sobredimensionaba, me daba soluciones constructivas, me daba la paz que no encontraba en ningún sitio, pero no se lo dije. Me fui a seguir llorando al cuarto y lo dejé a él y a su raqueta en el salón. Por el pasillo, los niños se asomaron a la puerta y preguntaron si estaba bien. Les dije que sí, «mamá está bien». Me sentí peor que al principio. Pensé que sería mejor para todos si yo no estuviera.