junio 27, 2024

Capítulo 3. Rita

El padre de Rita era policía, aunque estaba a punto de jubilarse. Manuel era ese tipo de persona que uno se imaginaría capaz de ser cualquier cosa, menos policía. Hombre menudo de tez morena, redonda y afable con una coleta canosa que adornaba su espalda, curvada ligeramente. Vestía de habitual camisas de flores y no dudaba en ponérselas casi a diario pese a ser consciente de que daba el cante al entrar en la comisaría. Quizá por sus camisas, tenía amigos en todos los departamentos, o más bien, por lo que significaban esas camisas. Un tipo sin especial mala leche y de personalidad colorida. Le gustaban los almuerzos y las mujeres, lo que había desembocado en una barriga incipiente y en varios divorcios. Rita, que no soportaba sus salidas de gallito cuando hablaba de sus escarceos, sin embargo, le tenía mucho respeto y cariño, porque la había criado mejor que una madre y porque sabía que hacía muy bien su trabajo y era muy admirado entre sus compañeros. Era entrada la noche en Ainsa, Rita se levantó de la cama y se acercó a la ventana mientras Mario dormía. La calle estaba vacía, la luz LED de las nuevas farolas daban un tono naranja mucho más intenso, incluso deslumbrante. Su pensamiento se perdió recordando las discusiones con Manuel. “No insistas papá, quiero ser abogada, convencer con mis argumentos al jurado, que se haga justicia, no como pasó con mamá…» “Rita, no se qué piensas tú qué es una abogada. Tras cuatro años no eres nadie, tienes que opositar, y si optas por ser abogada defensora, necesitas enchufe para entrar en un buffet de abogados, y quien dice enchufe dice tragar con lo que se te presente, desde hacer cafés hasta a saber. Y en cuanto a la justicia, ya te darás cuenta cuando seas un poco más mayor de que no existe. ¿A quién quieres defender? ¿Crees que puedes elegir al cliente inocente? En la vida real, la justicia, como muchas otras cosas, no es un término absoluto. Vienes diciéndome desde que eras pequeña que si esto o lo otro «no es justo», pero esa es tu verdad. Lo que vaya a triunfar dependerá de quién sea el acusado o la víctima, de lo que cobren los abogados, de si el juez mojó la noche anterior…” “Papá, joder, siempre acabas con lo mismo, eres un viejo verde. Puede que la justicia sea una utopía, pero alguien tiene que intentar equilibrar la balanza, ¿qué nos queda si el mundo no es justo?.” Manuel la miraba como si se mirase en un espejo. Ese idealismo y esa determinación que tanto reconocía. Sin embargo, sus ojos no eran los de él y el fuego de su mirada cuando defendía sus ideas le traía un lejano recuerdo. Julia y sus ojos amarillos.

Rita y Manuel componían un tándem bien avenido cerca de la amistad y una paternidad poco autoritaria. Manuel, a veces incluso, se pasaba de confianza y su hija se lo reprochaba. “No me interesa a quién te tiras papá. Ni si tiene mi edad. Medallita para ti. Mantenme al margen por favor. Y toma precauciones. A ver si pillas algún bicho o me das un hermano y me descolocas.” Por culpa de una dolencia hepática, Manuel era pensionista y, lejos del trabajo de policía, dedicaba su tiempo a pasear con su perra y a sentarse en sillas altas en la entrada de los bares, cambiando impresiones con los vecinos de norte a sur del barrio como en una procesión casi horaria.

            Rita era una estudiante brillante, algo retraída socialmente en ambientes no íntimos, no especialmente zalamera pero tampoco desagradable, quizá un poco cínica. Se sentía más a gusto entre personas desubicadas, de las que necesitaban que alguien o algo les salvara, y de las que en sus encuentros teñían de humor negro la realidad. Preferible a estar perdiendo el tiempo con aquellas cuya vida se sustentaba en fiestas y ligues insípidos. Le encantaba leer cualquier texto que cayera en su mano y el cine clásico aunque en su interior presentía que a cada nuevo libro o vivencia aprehendida, el porcentaje de frustración vital aumentaba, como si alejarse de la ignorancia, la alejara proporcionalmente de la felicidad. “La ignorancia es un grado” decía su abuela paterna. “Abuela, llego tarde a ese tren”, le vacilaba. 

Finalizó sus estudios de Derecho con premio extraordinario de carrera y recibió múltiples ofertas para realizar prácticas en bufetes de renombre. Aunque su padre insistió, no pensaba opositar, sólo la idea de hacer trabajo de oficina toda su vida la angustiaba. Eligió un famoso buffet porque el abogado que le daba nombre le ofreció responsabilidades desde el primer día. No sería la secretaria ni iría a por cafés, llevaría sus propios casos. Juan era un hombre interesante, con aires de alta alcurnia, rancia pero alta. El dinero familiar le había permitido fundar el despacho y, su inteligencia, mantenerlo durante muchos años consolidando a Buendia y asesores como uno de los gabinetes jurídicos mejores de la ciudad. Como decía aquella canción, sus sienes plateadas por el tiempo permitieron a Rita ubicarlo entre 45 y 50 años en la primera entrevista que mantuvieron. Bajo la pátina del abolengo sus ojos eran transparentes y cuando estrechó su mano, sintió que acababa de leer en los de ella la fuerte impresión que le había causado, la hizo ruborizarse un poco. A la semana de empezar, cuando ya había organizado su mesa y ya se había aprendido los nombres de sus compañeros y cómo se gestionaban las cápsulas de café en la oficina, Juan entró en el despacho que compartía con Victor, un abogado que llevaba ya dos años allí. “Rita, tengo tu primer caso. El cliente habló conmigo por teléfono, y va a venir a última hora de la tarde, cuando acabe de trabajar. Pásate un poco antes por mi despacho y te cuento un poco. Ah y cómprate cena porque se nos va a hacer largo.” Rita asintió y pregunto si le podía pasar el expediente para ir leyéndolo, pero Juan le dejo caer con cierto secretismo que esperase a luego. Victor la miró con desconfianza y opinó . “No sé qué caso le puede dar a una becaria. A este cada vez se le va más la cabeza. A ver, no es que tenga nada contra los aprendices, ni contra las mujeres, no me entiendas mal, pero es atrevido para un buffet con el nombre que tiene este.” “Tienes razón” dijo Rita con humildad, “igual necesito tu ayuda”. A Victor le gustó que ella tuviera esa confianza con él y se relajó un poco. Ya sola en el despacho, a las 7 y media se pidió sushi y esperó a que Juan la llamara. Se le hizo eterno, eran casi las 9 de la noche cuando recibió una llamada telefónica. “Rita acude a mi despacho. Esta aquí el Sr. Marín.” Pasó por el baño, se arregló la coleta, cogió una pequeña libreta y un bolígrafo y abrió la puerta del despacho de Juan. Esperaba haber tenido una entrevista con Juan antes de que llegase el cliente, para ponerla en antecedentes. Se sintió vulnerable. Frente a él, un hombre corpulento de mirada hosca y traje de paño, se sentaba inclinado y cabizbajo. Si hubiera sabido cómo iba a acabar todo, Rita habría desandado sus pasos y se habría despedido del bufete, pero claro, el futuro está para vivirlo o sufrirlo, pero, sobre todo, para aprender.

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